Un mal diseño del proceso de gestión de contratos genera riesgos operacionales y reputacionales importantes, los que se pueden evitar al considerar el contrato como una herramienta de gestión y no como un mero formulario.
Es natural y frecuente que las empresas busquen estandarizar sus procesos de contratación, buscando hacerlos más eficientes y “predecibles” en duración y alcance, a fin que calcen coordinadamente con el funcionamiento del resto de la empresa.
Por lo general esa estandarización pasa por fijar un modelo de los contratos más habituales, lo que a veces llega al extremo de limitar los cambios al texto a puntos específicos del mismo (precio, plazo, etc.), cambios que van a ser determinados principalmente por el área comercial u operativa de la empresa y que dejan el resto del contrato sin posibilidad de ser modificado, tal cual como un formulario administrativo.
Ahora y no obstante el cuidado puesto en el diseño del modelo, claramente no bastará para cubrir todas las particularidades y contingencias que presentarán las relaciones a futuro, y con la misma incertidumbre con que una persona se enfrenta a una camisa de “talla única” así también se enfrenta el formulario a relaciones contractuales muy diversas, las que por complejidad, urgencia, rutina o desproporción van a desbordar costuras, reventar botones, o incluso pisar mangas que se arrastran por un exceso injustificado de tela, ya que jamás una camisa de esas ha servido para todo el universo de personas a las que se ofrece.
El principal problema de este modelo de gestión es que el contrato no refleja los objetivos y necesidades concretos que las partes requieren satisfacer, de manera que los riesgos de esa relación no estarán bien definidos ni regulados. La consecuencia de esto no es solo el aumento del peligro de conflicto, sino que también el de pérdida de eficiencia, oportunidad, calidad y prestigio, para ambas empresas involucradas.
En efecto: obligaciones mal planteadas generan diferencias de expectativas ya que una parte considerará que existe un incumplimiento frente a la otra que se niega a actuar, por estimar que lo que se pide corresponde a servicios adicionales, fuera del contrato. La pobreza en la definición de los deberes de las partes dificultan la coordinación entre ellas, poniendo en riesgo la entrega de resultados de manera oportuna y adecuada. Las diferencias de poder de negociación tienden a forzar condiciones contractuales desequilibradas e irreales, que aumentan la probabilidad de fallos y atrasos, sin perjuicio que las contrapartes buscarán en el futuro resguardarse de esos peligros subiendo los precios.
Las multas y sanciones que se consideran en el contrato para enfrentar estos conflictos no son tampoco un buen remedio, ya que el cobro de una garantía no compensa el desgaste del conflicto ni los atrasos o deficiencias en los servicios o bienes contratados. A su vez, estos atrasos pueden afectar el desempeño de la empresa de cara a sus clientes, con el riesgo contractual y reputacional que ello implica.
¿Cómo compatibilizar, entonces, rapidez con precisión? ¿fluidez con funcionalidad? La respuesta a esto parte por reconocer que, si bien la estandarización de los contratos es posible, ello es sólo en la medida en que el contrato se entienda como una herramienta de gestión de riesgos y no un trámite administrativo, ya que solo entonces servirá para identificar posibles contingencias, parearlas con medidas de mitigación y facilitar la correcta ejecución del contrato, por cuanto el secreto del éxito siempre ha estado en la ropa a medida del que la lleva.